Cómo dejarlo todo (y a todos) me enseñó quién soy en realidad
Hace dos años decidí mudarme a Barcelona, arrastrada por una pregunta que no me dejaba en paz: ¿qué pasa cuando te das cuenta de que la vida que construiste no es, en realidad, tuya?
Todo empezó con una incomodidad que me había acompañado durante años, susurrándome al oído hasta convertirse en un grito imposible de ignorar: te hiciste chiquita para caber. Era el eco ensordecedor de todas las veces que me había callado para no incomodar, para encajar en espacios donde mi autenticidad parecía demasiado. Lo que no sabía entonces es que ese pensamiento estaba anunciando que algo importante estaba por romperse.
La noche del quiebre llegó en medio de una discusión acalorada con amigos — religión, política, sexualidad, el combo infalible de la controversia. Yo, que solía encenderme ante cualquier debate, me descubrí en un silencio que no reconocía. Me sentía completamente disociada ante el consenso grupal, como si observara la escena desde fuera de mi cuerpo, incapaz de conectar con el momento y con la conversación. No era que no tuviera opinión (las tenía, y muchas), pero había aprendido a no gastar energía donde intuía que nadie quería realmente escuchar. Y fue en ese instante, al hacerme consciente de mi propio mutismo, que entendí algo más profundo: no solo me había censurado para no incomodar, había, de alguna forma, dejado de ser yo.
Ese fue el primer golpe de conciencia. Me di cuenta de que me había acostumbrado a decir y elegir lo común, lo esperado, porque tomar decisiones verdaderamente propias significaba exponerme al juicio, al “¿por qué tan diferente?”; resultando más cómodo permanecer en lo que otros entendían y aprobaban. Me había entrenado a complacer, a leer la habitación y adaptarme. Y ese hábito, aunque invisible por fuera, me pesaba por dentro: sentía un cansancio emocional profundo, el desgaste acumulado de tantas pequeñas renuncias. No es que mi entorno lo exigiera explícitamente; era yo quien, por pura sobrevivencia emocional, se había ido encogiendo hasta sentirse contorsionada, como si viviera en una habitación demasiado baja, donde para caber tenía que ir encorvada todo el tiempo.
Esa noche, no dormí. Sentí que estaba viviendo mi miedo más grande: el de levantarme en diez años y darme cuenta de que no había hecho nada verdaderamente relevante con mi vida, de que había jugado a lo seguro, perfecta para los demás, irrelevante para mí. En ese momento, fue cuando decidí que quería cambiar de lugar, buscar un espacio mucho más grande donde tuviera la libertad de ser.
Entre noches de insomnio y monólogos interminables, apareció Barcelona. Siempre he estado enamorada de sus colores, su acento, su energía; una ciudad drapeada en luz donde el mar susurra libertad y las calles vibran de historias. Pero no voy a mentir: lo que inclinó la balanza fue la posibilidad de vivir con mi mejor amiga, porque sabía que esa era una receta para sobrevivir al caos con algo de humor (reinventarse siempre es menos dramático (y más divertido) cuando tienes con quién reírte de tus crisis existenciales). Y además, encontré la especialización que siempre había querido hacer, como si todas las piezas del rompecabezas encajaran de golpe. Fue entonces cuando me embarqué en la emocionante aventura de mudarme de país, con todo el vértigo y la ilusión que eso implicaba.
No tenía idea de las enseñanzas que me iba a traer (y me sigue trayendo) Barcelona. Cambiar de "habitación" no solo es cambiar de entorno: es sentir cómo el cambio de contexto te tambalea por dentro, cómo cada detalle —las calles, las personas, los silencios— te obligan a mirarte desde ángulos que nunca habías explorado y a intuir que algo profundo está por cambiar. Porque salir de lo familiar no solo te quita referencias externas, también te sacude las internas y te confronta con preguntas que antes ni sabías que tenías.
Ahí es donde comienza el verdadero sacudón: enfrentarte a las disonancias cognitivas que aparecen cuando empiezas a darte cuenta de cuántos conceptos fueron impuestos por tu crianza, tu cultura, tu entorno y no necesariamente porque te sentías alineada al integrar estos esquemas predeterminados en tu identidad. Empiezas a elegir por ti misma, pero con la angustia de que cada decisión viene una pregunta incómoda: ¿esto es realmente mío, o lo elegí porque alguien me enseñó que debía quererlo?
Se sintió igual que como soltar a un niño en una tienda de caramelos después de años disfrutando del mismo sabor: te emociona la autonomía, pero también te abruma no saber qué realmente te gusta, qué elegiste tú, y qué has querido solo porque alguien te lo enseñó. Terminas probándolo todo con euforia, mientras te cuestionas con cólicos y el sugar rush emocional por qué demonios pensaste que necesitabas hacerlo todo en una sola tarde. Pero así se siente la libertad al principio: emocionante, abrumadora, y profundamente caótica.
Y yo me lancé de lleno. Nuevas amistades, actividades cuestionables, cuatro colores de pelo en dos años (sí, lo del pelo fue real). Por fuera, parecía libertad; por dentro, era incertidumbre. La incomodidad de deconstruirte y volver a armarte bajo sistemas distintos es tan emocionante como brutalmente inestable, sobre todo porque llega justo después de ese subidón inicial de libertad, cuando todavía estás embriagado de las nuevas posibilidades. Muchas tardes me encontraba frente a la ciudad, viendo cómo el cielo se teñía de rosa preguntándome cómo podía sentirse tan llena la vida. Y, aun así, había noches donde ese mismo escenario me resultaba irritante, porque cargaba un peso que solo yo entendía. Porque ninguna ciudad, por espectacular que sea, puede tapar los vacíos que no has querido mirar. Ningún paisaje borra lo que está pendiente por resolver, ni llena los espacios que aún no has aprendido a habitar dentro de ti.
El condicionamiento que moldeaba cómo veía e interpretaba el mundo empezó a derrumbarse e hizo que entrara en un estado de ambivalencia perenne. Había días en que me sentía segura de la nueva versión que estaba creando y otros en que entendía que muchas de mis decisiones no eran del todo mías, sino de otros. Hacerte consciente de tus automatismos, abrirte a más matices, empezar a elegir desde la presencia duele. Es como ponerte en una cirugía a corazón abierto, separar pieza por pieza, quitar lo que no es tuyo y preguntarte con miedo qué conservar. Es enfrentarte a tus demonios, reconocer su origen y reubicarlos. Es vulnerabilizarte tanto que llega un momento en que hasta dudas si lo nuevo que sientes propio realmente te pertenece. Es entender que ninguna ciudad te salvará, ningún atardecer resolverá tus heridas y ningún cambio externo te hará sentir completa. Pero justamente es en medio de ese caos y de esas preguntas incómodas donde algunos lugares tienen el poder de reflejarte lo que llevas dentro y enseñarte más de ti misma de lo que creías posible.
Barcelona me obligó a mirar de frente: la vida que estaba viviendo era un collage de los deseos de otros. Después de un tiempo de explorar, de probar, de permitirme desordenar lo que antes había sido rígido, empecé a armarme de nuevo con conceptos que, esta vez, sí se sentían míos. Ahí sentí, por primera vez en mucho tiempo, que empezaba a construir una versión más auténtica de mí, una que ya no tenía miedo de ser.
Entendí que el objetivo de vida que tenía no era mío, era de mi mamá.
Entendí que el rol que cumplía en la sociedad no era mío, era de mi cultura.
Entendí que mi forma de relacionarme con el trabajo no era mía, era de mi papá.
Entendí que la manera en que decidía expresarme y ser era para otros, no para mí.
Al final, no solo entendí: me encontré. Y más que conocerme, fue reencontrarme con una versión de mí que siempre estuvo ahí: una niña vulnerable, curiosa, que con los años se llenó de escudos para sobrevivir y ser aceptada en un contexto que no le pertenecía. Encontrarme con ella fue como abrir una puerta que llevaba años cerrada, y darme cuenta de que todo lo que venía evitando por miedo o comodidad seguía ahí, esperando ser atendido. Y es justamente ahí donde empieza el verdadero trabajo: atreverte a preguntar si lo que cargas es realmente tuyo, si lo que crees, sueñas y eliges viene de ti o de la lista de expectativas heredadas. Porque integrar el cuestionamiento en nuestra vida diaria no es solo un ejercicio intelectual, es un acto de amor propio. No podemos vivir en piloto automático, aceptando todo lo que nos dicen nuestros padres, amigos, cultura o entorno. Tenemos que parar y preguntarnos: ¿esto me representa? ¿me alinea? ¿me da paz o simplemente me acomoda?
A veces decidimos no cuestionarnos porque es más cómodo mantenernos en el mismo sitio: hay una resistencia biológica, casi primitiva, que nos empuja a quedarnos en la zona de confort. Nos convencemos de que es más seguro no mover piezas, no levantar polvo, no incomodar. Pero en ese intento por no incomodar ni romper lo establecido, sacrificamos tantas cosas que podrían hacernos profundamente felices, auténticos y plenos. Le tememos a la transformación y, sobre todo, le tememos a no ser aceptados, a desentonar del coro. Y ahí es donde más nos traicionamos: cuando tomamos decisiones para hacer felices a otros y dejamos que el eco de nuestras propias necesidades se pierda en el ruido de lo que esperan de nosotros. Necesitamos empezar a ver la transformación no como una amenaza, sino como una necesidad urgente, una brújula vital para vivir desde un lugar que nos haga sentido.
Hoy no escribo desde un lugar de respuestas perfectas y capítulos finales. Estoy en proceso, y sospecho que ahí estaré para siempre. La transformación dejó de ser un momento épico para convertirse en una práctica diaria, un compromiso constante con lo que se siente genuino. Puede que me vuelva a mudar, puede que el próximo color de pelo sea más escandaloso. Pero ahora sé que, al menos, ya no encajo para agradar. Me expando, me incomodo, me multiplico sin pedir permiso, porque entendí que la única validación que realmente necesito es la mía.
Barcelona me regaló un espejo. Me enseñó que la verdadera revolución no es mudarte de país, es salir del piloto automático que gobierna tu vida, es atreverte a cuestionarte qué es verdaderamente tuyo y qué llevas cargando porque alguien más lo puso ahí. Es reconocer que no necesitas empacar una maleta y cruzar un océano para mirarte de frente, aunque a veces cambiar de escenario ayuda a quitarte las vendas. Es entender que reconstruirse desde la autenticidad es incómodo, que da miedo romper con lo conocido, pero que vale la pena porque del otro lado no hay perfección: hay libertad.
Por eso, a Barcelona solo puedo decirle gracias: por recordarme que volver a mí misma era el viaje más importante de todos, y por enseñarme que todos, en algún rincón de la vida, tenemos permiso —y el derecho profundamente humano— de elegirnos antes que a cualquier expectativa, de cuestionar lo que nos enseñaron como inamovible y de recordarnos que valemos incluso cuando destruimos todo lo que, en algún momento, solía sostenernos. Porque solo así podemos empezar a construir una versión de nosotros que no tenga miedo de ser.
Que honor vivir la metamorfosis constante a tu lado, de lejos y de cerca, en primaria y en nueva york. Te adoro mi amiguita, una blooming orquídea también <3
Qué bien lo has expresado, me guardo esto conmigo: “La incomodidad de deconstruirte y volver a armarte bajo sistemas distintos es tan emocionante como brutalmente inestable, sobre todo porque llega justo después de ese subidón inicial de libertad, cuando todavía estás embriagado de las nuevas posibilidades.”