El caos también puede ser hogar
Pasé años esperando estabilidad, sin saber que el verdadero hogar era aprender a encontrar la paz incluso cuando todo se derrumbaba.
Últimamente, me he cuestionado si soy una persona que disfruta de una vida caótica.
Desde muy pequeña, he estado acostumbrada a vivir alrededor del caos. Mi infancia no fue necesariamente terrible, pero tampoco fue convencionalmente tradicional. Vivir en Venezuela durante mis años formativos, en medio de crisis económicas, apagones, incertidumbre y transformaciones sociales, me hizo, to say the least, una persona que entendió rápido que lo inesperado era la norma.
Y cuando todo lo que has conocido es caos, desarrollas un vínculo ambivalente con la seguridad. Tu cuerpo crece atrapado en una estructura interna que solo sabe moverse en medio del conflicto: el mundo no es un lugar predecible que de repente se rompe, sino un lugar que ya estaba roto cuando llegaste. No vives la anarquía como disonancia, sino como lo familiar. Construyes tu identidad sin la experiencia del orden como referencia, y por lo tanto, no buscas estabilidad, sino continuidad en el movimiento; sintiéndote más en casa en la incertidumbre que en la quietud.
Como consecuencia de este sistema de creencias internalizado, el cambio se convirtió en mi única certeza. Desde pequeña, aprendí que hacer planes era casi un gesto simbólico, una formalidad frente a un entorno que podía voltearse en cualquier momento. La rutina, si llegaba a existir, era breve y frágil. Así empecé a asociar la imprevisibilidad con lo cotidiano, y sin darme cuenta, normalicé que lo caótico fuera mi base, no la excepción. Abracé la incertidumbre como parte del contrato existencial. Le di sentido al caos como estado primario: desestabilizador, sí, pero también generador.
Pero hoy, en medio de un cansancio emocional profundo y una saturación sensorial crónica, me cuestiono si, en este momento, el caos lo estoy escogiendo yo. Si ya no es una condición externa sobre la cual no soy responsable sino una verdad estructural que compone mi existencia. Porque si bien el cambio es inevitable, me encuentro buscándolo con una necesidad casi adictiva en diferentes rincones y profundidades. Una adicción al movimiento, al reto, a lo que no está resuelto. Un impulso insaciable por añadirle drama innecesario a mi telenovela interna de bajo presupuesto.
Ya no se trata solo de pensamientos intrusivos como querer un tatuaje a las 10:00 am de un martes o renunciar a todo para hacer accesorios en la orilla de la playa. No. Se trata de meterme en situaciones complejas que podría evitar si tan solo, por un breve momento, pudiera encontrar tranquilidad en la pausa sin sentirme vacía; rechazando esa sensación perenne de que algo falta, de que algo debería estar haciendo diferente. Una sensación que muchas veces me termina empujando a tomar decisiones impulsivas, a meterme en situaciones incómodas o innecesariamente caóticas que luego me hacen pensar: "¿y esto para qué lo hiciste?" Como si el simple hecho de no estar en constante transformación me hiciera sentir que estoy fallando en vivir con intensidad.
Sí, muchos de los sucesos desafortunados de mi vida no los provoqué yo. Pero también hay una parte de mí que ha hecho muchas cosas "por el plot", porque mi miedo más irracional es despertarme en 10 años y sentir que no he hecho nada que valga la pena contar. Que no he vivido o luchado lo suficiente. Que no tengo historia que contar. Como si la vida fuera un álbum del Mundial y yo estuviera coleccionando "qué hubiese pasado si" como si fueran barajitas, actuando como un adolescente contestatario obsesionado con llenar cada página con momentos. No importa si algunas venían repetidas o con historias que dolían al pegarlas: lo importante era llenar el álbum como de lugar. Porque en mi cabeza, mientras más barajitas, más historia. Más caos, más relevancia. O al menos, eso quería creer.
Por lo que, en esa urgencia de tener algo que contar, terminé idealizando el caos como sinónimo de experiencia, de profundidad, de autenticidad. Como si una vida sin giros dramáticos no mereciera atención o como si la calma y la cotidianidad no pudieran contener belleza o significado. Pero el caos también agota. Porque cuando todo es turbulencia, ya no sabes si estás moviéndote por elección o simplemente huyendo. Huyendo de ti misma, de lo simple, de lo estable. Huyendo de la posibilidad de sentarte con la quietud y descubrir qué es lo que queda cuando ya no hay trama que seguir.
Me he preguntado si, en el fondo, todo esto no es una forma sofisticada y entretenida de encubrir que simplemente me acostumbré al sufrimiento. Que la incomodidad no me parece extraña, sino inevitable: mi cuerpo ya no reconoce la calma como refugio, sino como irrelevancia o aburrimiento. Porque mi sistema emocional no asocia la estabilidad con seguridad, sino con la vulnerabilidad de enfrentarte a ti misma sin distracciones. Porque quizás, aunque me cueste admitirlo, no sé quién soy cuando no tengo nada que arreglar, transformar o mejorar.
Y ahí, sentada en el sofá, mirando al techo como quien espera que el universo le dé respuestas, me doy cuenta de que, en ese intento por racionalizarlo todo y justificar cada impulso, solo estoy intentando que mi caos se sienta menos caótico. Me cuestiono si todo esto es realmente necesario: si cambiar de identidad cada tres meses, si desafiarme constantemente con nuevos retos, si explorar cada posibilidad existente es realmente una necesidad innegable o simplemente una costumbre que aprendí a confundir con autenticidad. Porque siempre escojo lo difícil, lo retador, lo que me exige demostrar que puedo. Como si la vida fuera una especie de competencia innecesaria donde el premio es... ¿más caos?
Pero si lo pienso bien, parte de esa incomodidad no nace únicamente de mí, sino de un sistema que nos enseñó que el caos es sinónimo de fracaso. Desde pequeños nos premiaron cuando fuimos organizados, callados y eficientes. Nos entrenaron para medir nuestra valor en función de lo predecibles y funcionales que pudiéramos ser. En esta estructura, la ambigüedad se castiga, la contradicción se corrige, y cualquier desvío del plan lineal se interpreta como descontrol, como un problema.
Crecimos en una sociedad donde el orden no era solo una aspiración, sino una norma moral; convirtiendo al caos en un enemigo a vencer. Pero ese mismo sistema, que tanto glorificó la estabilidad, nunca nos enseñó qué hacer con la duda, con el deseo cambiante, con la necesidad de transformarnos. Tal vez por eso el caos se convirtió, sin quererlo, en mi zona segura: porque la paz fue presentada como una recompensa lejana para quienes tenían todo resuelto en la vida. Y yo, sin duda alguna, no tengo resuelto ni lo que quiero para desayunar.
Es por eso que en medio de ese intento por entender el origen de mis emociones, me di cuenta de algo que cambió mi perspectiva: el caos no es mi enemigo, es parte de mi naturaleza humana. Estoy ignorando un sistema de valores intrínseco que gobierna las decisiones universales: del orden nace el caos, y el caos emerge del orden. Y es necesario haber transitado el verdadero caos en sus múltiples formas para que la paz no sea solo una idea, sino una vivencia reconocible. El desorden, no es algo ajeno que me ocurre o que escojo, es algo que vivo como parte del flujo al que pertenezco.
Es aceptar que en la tensión entre caos y orden también hay belleza porque tiene lecciones que solo puedes aprender si sueltas la necesidad de controlar y organizar. Porque no se trata de encontrar paz en una vida perfecta. Es encontrarla en la conciencia de que no necesitas orden para existir. Que puedes habitar en el descontrol sin perderte. Que puedes ver el caos y decir: ah, aquí estamos de nuevo.
Y si empezáramos a ver el caos como una posibilidad en lugar de una amenaza, estaríamos desafiando un sistema que nos quiere predecibles, consistentes y productivos. Un sistema que premia la coherencia y penaliza la duda. Que prefiere que tengamos una marca personal antes que una identidad en construcción. Y sin embargo, ninguna de estas cosas define lo que verdaderamente somos. Porque para eso se requiere coherencia, no ambivalencia, no exploración interior, no pausa para no saber y mucho menos, buscar no saber.
El verdadero cambio humano — el existencial, el que nace de una crisis interior, el que implica perderse — no es lineal. Es ambiguo, confuso y contradictorio. Y muchas veces, es doloroso porque implica romper con lo que fuiste para hacer espacio a lo que todavía no sabes que eres. Nos destruye antes de transformarnos. Y ese tipo de evolución desestabiliza las narrativas de éxito: no es estético, no se puede cuantificar, no siempre se ve bien en redes sociales. Pero es el único que nos devuelve a lo que es auténtico para nosotros.
Y por eso, nuestras partes más humanas no tienen lugar en una sociedad que solo valida lo visible y lo rentable. Porque el dolor, el desorden, la contradicción, la intuición... todo eso desestabiliza el relato de control. Y lo que no se puede categorizar o medir, no es productivo. Lo que no se traduce en resultados inmediatos, es considerado defectuoso. No hay espacio para lo difuso, lo cambiante, lo incierto, ni para las emociones que no pueden aplicarse en una tabla de Excel.
El éxito se mide en progresos lineales, el bienestar en métricas, y la identidad en consistencia narrativa. Pero eso deja por fuera todo lo que conforma una experiencia humana auténtica: las caídas que duelen pero enseñan, las contradicciones irritantes pero expansivas. Más sin embargo, es ahí donde ocurre la vida. Porque los seres humanos no somos estables ni definitivos. No vinimos a ser marcas personales coherentes ni versiones optimizadas para consumir fácilmente. Somos deseo en mutación, pensamiento que se contradice, cuerpo que colapsa, intuición que irrumpe. Somos preguntas sin respuesta y decisiones que cambian de rumbo.
Somos, ante todo, cambio.
Reivindicar el caos no es romantizar el sufrimiento ni glorificar el desorden. Es reconocer que no hay nada roto en ti por no tener todo resuelto, que vivir en el desorden interno o en la contradicción no te hace menos válido, menos capaz o menos coherente. Es asumir que la verdadera naturaleza humana es compleja, cambiante, y que querer categorizarla todo el tiempo es una trampa del control que solo nos aleja más de la libertad.
No tienes por qué sentir culpa por sentir que tu vida es caótica por no tenerlo todo resuelto. Porque la verdad es que controlar el caos es una fantasía vendida por quienes quieren hacernos creer que se puede tener todo bajo control. Pero la vida —la real— no funciona así. Y mientras más rápido entendamos que somos diminutos ante la inmensidad del universo, y que nuestras emociones, pensamientos y contradicciones son parte del mismo tejido que sostiene lo vivo, más fácil será navegar la ola de lo inevitable sin sentir que estamos fallando.
El caos no es lo que nos deshumaniza. Es lo que nos devuelve, una y otra vez, a lo que somos.
Fue justo ahí cuando entendí que no necesito llegar a una casa perfecta para sentirme en paz. Que no tengo que esperar a que todo esté en su sitio, alineado, con olor a eucalipto y una playlist de bossa nova de fondo para habitarme con tranquilidad. Porque a veces, el hogar no es el orden, sino la decisión radical de quedarte contigo mismo cuando todo se mueve, cuando nada parece claro. Porque el caos no es un obstáculo que hay que evitar, es parte del camino. Es esa tormenta irregular, a veces incómoda, que también forma parte de la vida real. Y mi paz —la que verdaderamente me sostiene— no depende del clima afuera, sino de una quietud interna que aprendí a cultivar en medio del movimiento.
Hoy quiero aprender a ver el caos como una oportunidad: una base desde la cual expandirme, un terreno fértil para construir nuevas versiones de mí que sean más auténticas, más reales, menos complacientes. Que si el mundo tiembla, yo pueda también moverme con él y aun así, seguirme eligiendo. Porque quizás no se vea bonito, no sea Pinterest-friendly, ni siga una narrativa coherente o lineal, pero sostenerme ahí —en medio del temblor— es una declaración radical de fidelidad a mi humanidad. Prefiero parecer caótica para otros, pero sentirme honesta conmigo misma.
Y si decides verlo así, si decides también construirte desde lo inestable sin necesidad de tener todo claro o perfecto, quizás descubras una forma de habitarte más libre. Una vida sin tantas ataduras, donde no necesitas encajar ni explicar ni justificar. Solo estar. Solo ser. Y permitirte, de una vez por todas, vivir tranquilo en la tormenta.
Vivir es acumular cicatrices. Saber vivir es leerlas como mapas, no como trofeos
Para ser fuego primero hay que quemarse, entonces aprendamos, de ese caos, de ese ruido, de esos dolores, se allá la trasformación, yo creo que la personas que no pasan por alguna vivencia caótica, que no pasan por esos momentos difíciles poco logran transformarse.